martes, 27 de marzo de 2012

Sobre el concepto de barbarie

Tal vez la primera formulación consecuente de la dupla civilización-barbarie la haya formulado Emanuel Kant en su clásico “Qué es la Ilustración”. En esta pieza, Kant construye la metáfora original del iluminismo, saber: la historia humana sería el desplegarse de una lucha épica entre dos fuerzas antagónicas, la fuerzas de la luz y de la oscuridad. La luz es identificada con la ilustración, la razón y la universalidad. Las tinieblas serían lo irracional, lo pasional y lo particular. Es decir, la barbarie es ante todo lo otro de la razón. Y la razón, en la metanarrativa kantiana, estaba destinada a vencer a la barbarie y eliminarla.
De más está decir que esta matriz fue recuperada y continuada por la filosofía de evolucionista y positivista del siglo XIX, y florece con una envidiable buena salud hoy. La historia mundial estuvo y continúa signada por una especie de casi-universal consenso acerca de que en el mundo hay civilizados y bárbaros, y que los primeros están llamados a dominar—en la variante del pensamiento imperial del siglo XIX, o lo que Rudyard Kipling llamó “la carga y deber del hombre blanco”—o a orientar, ayudar y civilizar a los bárbaros. Esta última variante, más políticamente correcta pero igualmente autocomplaciente, puede verse en las intimaciones que Alain Touraine realizara hace pocos días a los países de Latinoamérica a aceptar la guía de la esplendente, cartesiana e iluminista Francia (suponemos que porque Latinoamerica no puede gobernarse solita).
La definición que da el diccionario de barbarie: “Actitud de la persona o grupo que actúan fuera de las normas de cultura, en especial de carácter ético, y son salvajes, crueles o faltos de compasión hacia la vida o la dignidad de los demás: exhala el último suspiro, con la pluma todavía en la mano, mostrando el valor moral de la razón frente a la barbarie y al crimen.”
Incultura y amoralidad, entonces. Así nos vieron, y lo que es más, nos vimos durante todo el siglo pasado y el anterior. La historia latinoamericana no puede entenderse sin ver el papel que cumplió en ella la dicotomía “civilización y barbarie”. En su nombre, los intelectuales y políticos del siglo XIX—por ejemplo, Juan Bautista Alberdi—llamaron a transformarnos en europeos o, si esto era imposible, a eliminar la sangre indígena o criolla por la fuerza. En el siglo XX, pseudopensadores como Mario Vargas Llosa nos instan a ser ordenados, previsibles y usar traje.
Hoy, es en la barbarie donde las culturas viven, se entremezclan, se crean sin pudor y sin pedir permiso. Aquella entelequia que se autodenomina arrogantemente “Occidente” cruje bajo el peso de sus contradicciones, su inercia, y su miedo. Occidente teme al otro, sin poder ver que el otro es él mismo. Europa teme tanto al otro que ha eliminado la natalidad: inclusive los niños le son amenazantes, ¿o acaso hay algo más bárbaro, irracional, demandante que un niño? Estados Unidos se mira hacia adentro y lo que encuentra es un oscuro vacío de frustración y violencia; es natural que ande pensando en encerrarse detrás de un muro que empequeñecerá a la Muralla China. Basta.
Es decir: basta de pedir disculpas. Basta de colonialismo mental. Sigamos para adelante: estamos vivos y el futuro es nuestro. Y esto es así porque hay algo que el civilizado no puede entender, porque la ha perdido hace tiempo: la alegría. La característica más subversiva de la barbarie hoy es el no tener miedo: el disfrute y la alegría son hoy los actos verdaderamente más revolucionarios. Samuel Huntington impreca a los latinos de EEUU porque—dice—los latinos pasan demasiado tiempo de fiesta y en familia y demasiado poco produciendo. El disfrutar, notablemente, es una marca de incultura. Es de suponer que que vender autos o planificar campañas militares será una ocupación mucho más civilizada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario