Tal vez la primera formulación consecuente de la dupla
civilización-barbarie la haya formulado Emanuel Kant en su clásico “Qué
es la Ilustración”. En esta pieza, Kant construye la metáfora original
del iluminismo, saber: la historia humana sería el desplegarse de una
lucha épica entre dos fuerzas antagónicas, la fuerzas de la luz y de la
oscuridad. La luz es identificada con la ilustración, la razón y la
universalidad. Las tinieblas serían lo irracional, lo pasional y lo
particular. Es decir, la barbarie es ante todo lo otro de la razón. Y la
razón, en la metanarrativa kantiana, estaba destinada a vencer a la
barbarie y eliminarla.
De más está decir que esta matriz fue recuperada y continuada por
la filosofía de evolucionista y positivista del siglo XIX, y florece con
una envidiable buena salud hoy. La historia mundial estuvo y continúa
signada por una especie de casi-universal consenso acerca de que en el
mundo hay civilizados y bárbaros, y que los primeros están llamados a
dominar—en la variante del pensamiento imperial del siglo XIX, o lo que
Rudyard Kipling llamó “la carga y deber del hombre blanco”—o a orientar,
ayudar y civilizar a los bárbaros. Esta última variante, más
políticamente correcta pero igualmente autocomplaciente, puede verse en
las intimaciones que Alain Touraine realizara hace pocos días a los
países de Latinoamérica a aceptar la guía de la esplendente, cartesiana e
iluminista Francia (suponemos que porque Latinoamerica no puede
gobernarse solita).
La definición que da el diccionario de barbarie: “Actitud de la
persona o grupo que actúan fuera de las normas de cultura, en especial
de carácter ético, y son salvajes, crueles o faltos de compasión hacia
la vida o la dignidad de los demás: exhala el último suspiro, con la
pluma todavía en la mano, mostrando el valor moral de la razón frente a
la barbarie y al crimen.”
Incultura y amoralidad, entonces. Así nos vieron, y lo que es más,
nos vimos durante todo el siglo pasado y el anterior. La historia
latinoamericana no puede entenderse sin ver el papel que cumplió en ella
la dicotomía “civilización y barbarie”. En su nombre, los intelectuales
y políticos del siglo XIX—por ejemplo, Juan Bautista Alberdi—llamaron a
transformarnos en europeos o, si esto era imposible, a eliminar la
sangre indígena o criolla por la fuerza. En el siglo XX,
pseudopensadores como Mario Vargas Llosa nos instan a ser ordenados,
previsibles y usar traje.
Hoy, es en la barbarie donde las culturas viven, se entremezclan,
se crean sin pudor y sin pedir permiso. Aquella entelequia que se
autodenomina arrogantemente “Occidente” cruje bajo el peso de sus
contradicciones, su inercia, y su miedo. Occidente teme al otro, sin
poder ver que el otro es él mismo. Europa teme tanto al otro que ha
eliminado la natalidad: inclusive los niños le son amenazantes, ¿o acaso
hay algo más bárbaro, irracional, demandante que un niño? Estados
Unidos se mira hacia adentro y lo que encuentra es un oscuro vacío de
frustración y violencia; es natural que ande pensando en encerrarse
detrás de un muro que empequeñecerá a la Muralla China. Basta.
Es decir: basta de pedir disculpas. Basta de colonialismo mental.
Sigamos para adelante: estamos vivos y el futuro es nuestro. Y esto es
así porque hay algo que el civilizado no puede entender, porque la ha
perdido hace tiempo: la alegría. La característica más subversiva de la
barbarie hoy es el no tener miedo: el disfrute y la alegría son hoy los
actos verdaderamente más revolucionarios. Samuel Huntington impreca a
los latinos de EEUU porque—dice—los latinos pasan demasiado tiempo de
fiesta y en familia y demasiado poco produciendo. El disfrutar,
notablemente, es una marca de incultura. Es de suponer que que vender
autos o planificar campañas militares será una ocupación mucho más
civilizada.
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